miércoles, octubre 10, 2007

Miguel Poucel en la defensa del Castillo de Chapultepec

Este relato de la participación de Miguel Poucel en la defensa del Castillo de Chapultepec esta basado en la información proporcionada por el cadete Teófilo Noris que sirvió bajo su mando.

Miguel Poucel, heroico oficial de cadetes, vivió horas amargas en la defensa del Castillo de Chapultepec en 1847. El cadete lucía en su chaquetín las espiguillas de subteniente cuando luchó, a sus dieciocho años, junto con otros cuarenta y cinco cadetes del Colegio Militar contra trescientos efectivos del ejercito americano.

A los 16 años de edad, siguiendo su vocación a la carrera de las armas, ingresó junto con su hermano Fernando Poucel al Colegio Militar, permaneciendo en sus aulas dos años. Alcanzó, por méritos propios, el grado de Subteniente, asignándosele la responsabilidad de comandar la Segunda Compañía, la cual formó parte de la defensa del Castillo de Chapultepec aquel inolvidable 13 de Septiembre de 1847, en el que los niños héroes escribieron una de las páginas más bellas de la Historia de México.

A la Segunda Compañía se les había confiado la guardia del Hospital de Sangre, localizado al lado oriente del Castillo de Chapultepec. El occidente del Colegio estaba siendo defendido por la Primera Compañía al mando del general Monterde.

El tiroteo había principiado en la mañana del día 13. Los de la Segunda —formada por cuarenta alumnos, cuatro cabos, un sargento y un subteniente— no habían visto acción. Como a las 12 del día, se recibió aviso de que la posición llamada “Caballero Alto” había sido capturada por los americanos, los que ahora avanzaban hacia el oriente del Castillo. El oficial de la Compañía Miguel Poucel ordenó inmediatamente prepararse para el combate y tomar las armas.

Minutos después, el centinela Andrés Mellado gritó:
— !Alto! ¿Quién vive?

Momento histórico que irrumpió de manera profunda en los emocionados cadetes. Cada uno de ellos pensó en sus padres, familiares, amigos, en su escuela, en la patria y el honor. El grito del centinela fue un aliento de gloria que los impulsó a correr con sus armas, saltando sobre las cajas de parque y tomando sus posiciones. Los cadetes no hicieron esperar su respuesta a los primeros tiros de la fusilería enemiga.

Los muchachos estaban inmóviles sobre los parapetos, cargando y disparando sus fusiles. El valiente centinela, sonriente, se detenía de vez en cuando para contestar alguna bala que le pasaba de cerca, silbando siniestramente. Un cadete  — ¡qué diablo, vaya que era bravo!— que siempre se había distinguido en el tiro al blanco, estaba muy contento sonriendo, detrás de su parapeto, casando americanos.

De pronto, el centinela gritó: — ¡Relevo! ¡Estoy herido! Miguel Poucel ordenó su relevó, había sido ligeramente rozado por una bala en el carrillo.

Miguel Poucel dirigía la defensa como un león. ¡Vaya que si era audaz y valiente! Había que verlo multiplicándose en los sitios de mayor peligro, alentando a los cadetes, infundiéndoles ánimo, cargando personalmente los fusiles, haciendo fuego certero.

—¡Sargento Noris! —ordenó Poucel.— Deje usted de tirar. Ocúpese en cargar las armas de los muchachos, porque estos malvados nos acosan por todos lados.

Mientras el Sargento ayudaba a cargar los fusiles y a llenar cartuchos, aparecieron por la puerta del “Rastrillo”, cerca de 150 soldados americanos, los cuales comenzaron a disparar, un nutrido fuego de infierno. A poco aparecieron otros 150, que redoblaron su ataque sobre las posiciones de los cadetes. Habían más de seis soldados americanos por cada cadete. Las cajas de parque empezaron a vaciarse.

—¡Sargento, los muchachos aflojan! Grito Poucel.

—Hay razón —le contestó el rudo Sargento—, el parque se nos ha agotado.

El general Monterde no podía trasmitir sus órdenes porque ya había sido apresado en la parte occidental del Colegio… Toda la responsabilidad recaía sobre el joven oficial, Miguel Poucel, quien gritaba "disparen solo cuando estén certeros". Las balas se estaban agotando y la rendición se avecinaba. Cuando entraron los americanos, Miguel Poucel, con las balas zumbándole, arrojó su fusil sin municiones e inició el ataque con su espada. Agustín Melgar se pertrechó con las pocas balas que le quedaban en la biblioteca, recibiéndolos a balazos, matando a uno de ellos y siendo herido, desgraciadamente murió poco después de amputársele la pierna.

Ya no había parque. Poucel ordenó a sus cadetes deponer y colocar sus armas en el suelo, haciendo lo mismo con su espada. Al acercarse las fuerzas del general Smith, subió primero sobre el reducto un joven oficial americano. Inmediatamente se dirigió al oficial Miguel Poucel, exigiéndole rindiera su espada. Poucel nada dijo y solamente, con mirada desafiante y altivo gesto, le señaló el arma que se encontraba en el suelo.

—Si quieren recogerlas —le dijo a sus cadetes— que se inclinen a tomarlas; nosotros jamás se las entregaremos.

Después fueron encerrados en los dormitorios de Chapultepec y al día siguiente se les condujo a Tacubaya, en donde se negaron de hacer el juramento de no tomar las armas contra la invasión. El día 15 se les puso en libertad, en México, a condición de no salir de la capital…





Fernando Poucel en Chapultepec

Los cadetes se defendían valientemente ante la superioridad numérica y la escasez de pertrecho bélico. Fernando corría de un lado para otro, sin preocuparse de las balas que zumbaban a su alrededor. Gradualmente, los fusiles dieron lugar a las armas blancas, y la lucha se tornó cuerpo a cuerpo. Varios soldados atacaban a dos cadetes, uno de los cuales recibió tremenda estocada que lo deshabilitó, cayendo al suelo. El otro bravo cadete, diestro espadachín, entrenado por el gran maestro de Antoine Poucel --padre de Fernando y Miguel Poucel-- a pesar de sus cortos dieciocho años, resistía el ataque de los norteamericanos sin permitir apertura alguna que decidiera el combate, pero sin poder penetrar el ataque concentrado de los soldados invasores. En ese momento Fernando apareció de la nada y en cuestión de segundos tres norteamericanos yacían en el suelo agarrándose sus heridas.Un teniente norteamericano, testigo de aquel intercambio, prendió en cólera y fue en busca de Fernando quien continuaba, junto con el bravo cadete, hiriendo a soldados norteamericanos a diestra y siniestra con certeras estocadas y tajos. El teniente finalmente alcanzó en la salida al jardín a Fernando, increpándolo y desafiándolo a que lo enfrentara. La mayoría de los cadetes ya estaban en el jardín, escasos de pertrecho bélico, rodeados y próximos a rendirse.
La luz del sol entraba por el portal y el amplio ventanal iluminando el salón. El teniente tendría cerca de 30 años de edad, era algo más alto que Fernando, de pelo rubio, con ojos de un azul tan claro e intenso como la mañana de aquel día en Chapultepec. Fernando, al escuchar los gritos insultantes y el desafío, paró, volteando con su sable en el puño derecho. El teniente norteamericano se le acercó lentamente, casi perezosamente, con altanería, consciente de su superioridad y destreza con el sable. El rostro de Fernando estaba oculto por el sudor, la sangre y el humo de la pólvora, haciéndolo mayor que sus 18 años de edad. No obstante, el temple, la frialdad y seguridad en su mirada hicieron al norteamericano titubear. "Señor -comenzó el norteamericano - parece que le gusta atacar más por la espalda que de frente como los hombres." La acción en ese lugar del Castillo cesó, consciente los soldados norteamericanos y los cadetes de que iban a presenciar algo insólito. El teniente no solo era admirado por sus soldados, sino por sus equivalentes y superiores, aparte de ser reconocido como el mejor espadachín del regimiento. Los cadetes conocían al teniente Fernando Poucel, quien no solo era el mejor espadachín de la escuela, sino que ya en alguna ocasión había logrado detener los ataques de práctica, e inclusive hecho retroceder a su Padre Antoine Poucel, considerado por muchos el mejor espadachín de la época en México. El cadete compañero de Fernando reconoció la sonrisa burlona y la mirada triste de esos ojos verdes de Poucel que auguraba peligro.
Una inclinación de la cabeza indicó el comienzo del duelo. El teniente respiró profundamente, haciendo una finta y lanzando senda estocada a fin de sorprender a Fernando y terminar el combate antes de que empezara. Fernando con ligero movimiento de muñeca, desvió el sable antes de llegar a su marca. Ambos se reconocieron como dignos adversarios, guardando su distancia y manteniendo sus posiciones con soltura, elegancia y rapidez. El norteamericano mantenía la iniciativa de los ataques, mientras que Fernando se defendía esperando una apertura para su contraataque. La contienda llevaba dos o tres minutos y prometía alargarse. Los oponentes empezaban a conocerse lo suficiente como para poder a anticipar sus movimientos.
El sable del teniente llegó como relámpago al brazo izquierdo de Fernando, brotando la sangre. Fernando continuaba como si no hubiese recibido herida alguna, desconcertando al norteamericano. Una recia estocada al aire de Fernando, le indicó al norteamericano que el combate estaba lejos de decidirse. Con vigor renovado y brazo firme, Fernando arrebató la iniciativa del ataque, dispuesto a terminar de una vez por todas con la disputa. El teniente norteamericano sonrió, aceptando el reto. Los sables chocaban con estruendo infernal, y cortaban el aire con penetrante zumbido en donde momentos antes estaba el adversario. Un refilón del sable de Fernando abrió la mejilla del norteamericano, que en lugar de amedrentarlo le hizo redoblar esfuerzos. El suelo mostraba la ferocidad del combate, manchado con la sangre pisoteada de los oponentes, que apenas notaban sus heridas. El duelo parecía empatado, condenado a continuas tablas, pero ya sea la juventud de Fernando, las enseñanzas de su padre, su pasión o el desprecio hacia la muerte, empezaron a inclinar la balanza a su favor. En un suspiro, después de dos fuertes estocadas en sucesión de Fernando, el norteamericano no recuperó suficientemente rápido su defensa y Fernando lo atravesó alto en el pecho. El teniente sorprendido se agarró la herida con la izquierda esperando que Fernando lo rematara.
Los norteamericanos pensando que Fernando iba a terminar con su teniente se le echaron encima, lo cual hizo a algunos cadetes a salir de su contemplación y apoyar a su teniente Poucel. Antes de que la veintena de soldados enardecidos pudieran acabar con los cadetes mexicanos, el Teniente norteamericano intervino calmando los ánimos de la soldadesca, y encarando a Fernando le preguntó que porqué no lo había terminado. Ante lo cual Fernando, pasándose la mano por la cara, limpiando algo del sudor y tizne, le dijo "señor, estaba usted desarmado". El Teniente norteamericano viendo las caras de Fernando y Miguel cayó en cuenta de su juventud, exclamando sorprendido ¡Por dios, si son tan solo unos niños! No, le contestó Fernando, no somos niños, soy el Teniente Fernando Poucel y estos son los cadetes del Colegio Militar y sabemos pelear y morir como hombres en defensa de nuestra patria. Admirado el teniente norteamericano por la hombría y desplante de Fernando, lo encomió a rendir sus armas, conduciéndolos hasta el jardín que quedaba sobre el velador donde estaban siendo rodeados y apresados los cadetes sobrevivientes derrotados ante la superioridad numérica y material de guerra de los norteamericanos.
En 1871, después de más de dos décadas de la batalla, sus compañeros que lucharon con él nombraron a Fernando Poucel Presidente Fundador de la Asociación del Heroico Colegio Militar en reconocimiento a su destacada participación en la defensa del Castillo de Chapultepec. Ahí pueden ver a Fernando y a sus compañeros de armas sentados alrededor de una mesa con una botella de vino al centro. El pacto era que el último que sobreviviera se bebería la botella en honor de los demás. Nuestra familia conserva hasta la fecha la botella, claro, vacía, Fernando se la bebió.